Estoy sentada frente a la computadora
contemplando la pantalla en blanco: absorta. No sé si poner una
película o si activar otra partida de Mahjong. La falta de internet
dificulta mis opciones de ocio y no me gusta ver televisión. De
pronto, un sonido detrás de mi cama: toques rápidos a los cables me
sobresaltan y observo a mi derecha qué sucede. No pueden ser
fantasmas, pues no siento escalofrío. Ahí la veo, rastrera. Grande
y gorda se escabulle entre los cables debajo del escritorio. No hay
tiempo qué perder. Corro a la cocina a buscar el veneno: la idea de
aplastarla de un zapatazo me da asco, así que prefiero encerrarnos
en una cápsula de aires tóxicos y verla morir como si fuera esto la
primera fila de Auschwitz. Pfff, pffff, pfffff. Debajo del
escritorio, por los cables, al lado de la impresora. Pfff, debajo de
la cama. Voy a terminar yo envenenada. No importa. Tengo que verla
morir. Guardo el veneno en la cocina y vuelvo a mi ubicación
inicial. Siento de nuevo unos ruidos a mi izquierda: ahí está,
bocarriba, jadeando. Bien. Empiezo a teclear y volteo de nuevo a ver
a mi víctima cuando noto que no está. Corro de nuevo a la cocina.
Tiene que morir. Pff, pfff, el closet, la montaña de ropa sucia,
debajo del escaparate, pff, el suelo, pfff, mis libros, pfff, la
ventana, pfff, mis zapatos, pfff, mi ropa, pfff, mi cabello, pfff,
pff, pff, finalmente un último rocío contundente… caigo bocarriba
y empiezo a jadear mientras muevo desesperadamente las patas.
Necesito aire, no respiro. Alguien se sienta en mi escritorio y me
contempla mientras empieza a teclear.
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